La infancia realmente es un concepto muy difuso. Prácticamente hasta la época industrial no existía la infancia. Esta apenas era un periodo de maduración física hasta que los críos podían empezar a trabajar la tierra, o realizar tareas domésticas mientras los mayores la trabajaban. Sólo unos pocos privilegiados recibían formación cultural y podían dedicarse a tareas que no fuesen físicas.
Algunas civilizaciones de la Antigüedad incorporaban muy pronto a sus infantes en el ejército. Otras esperaban a que hubiese pasado la pubertad, pero el servicio armado podía durar décadas. En el caso de los hombres, claro. Las mujeres se esperaba que se desposasen o se convirtiesen en sacerdotisas en distintos cultos, desde edad temprana, también. En cualquier caso, los niños desde la antigüedad hasta principios del siglo XIX han sido inocentes, pero menos. En sociedades con una elevadísima mortalidad infantil los críos raramente recibían cariño, porque raramente pasaban de los cinco años. Cuando las mejoras en las condiciones higiénicas y sanitarias disminuyen la mortalidad, y las mejoras en la productividad que trajo la Revolución Industrial reducen la necesidad de usar a los niños como mano de obra, es cuando los padres pueden permitirse el lujo de proporcionar cariño a los niños, y tratar de aislarlos de las cosas de mayores. Es en esa época cuando aparece lo que llamamos familia tradicional.
En la Antigüedad las guerras no solían dejar huérfanos, porque la derrota solía suponer el genocidio o la esclavitud de pueblos enteros. La Guerra de Secesión de los EEUU fue la primera guerra moderna que se convirtió en guerra total, de modo que la población civil fuese objetivo militar deliberado. La II Guerra Mundial supuso la cumbre de esa doctrina, con las ciudades convertidas en objetivos estratégicos quedando miles de civiles del todo desprotegidos. Las guerras de la segunda mitad del s.XX y lo que llevamos de XXI se caracterizan por los refugiados. Aunque siga habiendo matanzas y genocidios estos no son la norma, y mucho menos la esclavitud. En cambio los huérfanos de guerras olvidadas y los niños-soldados son muy reales, más que nunca en toda la historia.
World of Warcraft, como mundo ecléctico que es, toma elementos de todas las épocas, y en la semana que terminamos ahora nos recuerda a esos huérfanos de las guerra de Azeroth. Niños de todas las razas, algunas de las que masacramos cada día, las pequeñas víctimas inocentes de nuestras guerras de mayores. Durante unos días tomamos a algunos de ellos como protegidos para visitar algunos rincones de Azeroth. Pero esos niños al mismo tiempo somos nosotros, representan esa inocencia que murió luchando por todo Azeroth en todas las guerras en las que hemos combatido.
Con el huérfano de Terrallende volvemos a maravillarnos a través de sus ojos de la grandiosidad del Portal Oscuro, los hermosos paisajes de Nagrand o las inquietantes visiones de las Cavernas del Tiempo. También hay un momento para la emotividad visitando a los entrañables sporeggar en Marisma de Zangar, o para las risas con los Elite Tauren Chieftain en Silvermoon.
Finalmente, en Rasganorte visitamos lugares que tenemos abandonados como el Santuario de
Dragones de Bronce, el árbol de los fauceparda, o al Etymidian en Un'Goro, o esbozamos una sonrisa al ver a nuestro pequeño Oráculo bailando con un murloc en Tundra Boreal. Ah, y sin olvidar esa visita a Alexstrasza, que siempre es agradable de ver, aunque sea con la excusa del pequeño.
Nuestra inicencia murió en el WoW hace tiempo. Durante una semana, acompañando a esos pequeños niños inocentes, volvemos a ver el mundo, y el juego, con los ojos de un niño.
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